Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959)

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Tras una larga huída nos encontramos con una playa sin fin y la inmensidad del océano. Cansados y confusos terminamos por mirar a los testigos de nuestra historia como buscando direcciones o instrucciones para continuar ante la multitud de interrogantes que asaltan nuestro ser llegados a este punto.

Los cuatrocientos golpes es una película sobre el descubrimiento de la adultez, la madurez, la inocencia a través de los rostros de los infantes que Truffaut retrata con belleza, y la muerte de ella. Y es que Antoine Doinel es un pequeño parisino que vive en un mundo que él no creó, que le desprecia, que le resulta incomprensible y cuyas reglas de juego desconoce.

Junto a un potentado compañero de fatigas descubre la vida en las calles de Paris, las diversiones adultas del humo y el alcohol, y se forma y enriquece entre lecturas de Balzac y clandestinas visitas al cine.

Antoine es un estorbo, una piedra en el zapato para aquellos que más deberían brindarle su amor injustificado. Hijo bastardo de un padre despreocupado y de una madre infiel que a punto estuvo de no tenerle, sufre en silencio el desolador desprecio que unos padres no tratan casi ni de ocultar a gritos tras la puerta del dormitorio. Ante estas circunstancias, Antoine aprende a desenvolverse con cierta independencia, confianza y madurez en un París pícaro, gris e irresistible, tal como nos transmiten los paseos y pequeñas historias que nos invita a adivinar la cámara de Truffaut.

El protagonista se nos muestra como un pequeño vándalo al que todos gustan culpar, pero al que pocos pretenden escuchar o comprender. Sus acciones parecen basarse en un instinto de supervivencia forjado a través del entorno en el que vive, y que le llevan a un reformatorio donde la violencia se encuentra rascando migas en un mendrugo de pan.

El final es confuso y desolador, mostrándonos a Antoine huyendo de los barrotes de una sociedad que decidió abandonarlo a su suerte de forma prematura, para acabar encontrándose con un muro tan inmenso, implacable y desconocido como el océano, y tan difuso como la espuma de las olas que vienen a morir a la playa. Y es que en ese último vistazo que Antoine echa a los espectadores, este en el que se despide sin decirnos que rumbo tomarán sus pasos, es cuando la poca inocencia que le quedaba parece ser enterrada para siempre.

Puntuación: 8/10

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